martes, 8 de agosto de 2017

Al fin y al cabo, todo es cuestión de piel


Dicen que sí se reconoce o interpreta un estímulo como peligroso (dolor), generará emociones que nos provocarán conductas de alejamiento, con sólo dos respuestas posibles: ataque o huida. Se activa el hipotálamo y te sientes devorado por todos los miedos a los que les llaman monstruos mientras duermes.
Tengo una cita con una piel sin nombre, ni lugar dentro de mi pecho y soy un sentimiento de tristeza abismal que no ha conocido prácticamente otras sensaciones a lo largo de su vida. Estoy conociendo una piel llena de daños que aparenta más años de los que realmente tiene y la he invitado a quedarse y quererse.
Es una piel castigada por la rutina de una vida no elegida, y aún menos, merecida. Una rutina llena de tensión con el sonido de una llave, una rutina marcada por los pasos que resuenan en un suelo de madera, las lágrimas en silencio que nunca salieron a la luz y los movimientos medidos y ahogados en vasos de alcohol.
Tantos estímulos, tantos miedos, tantos monstruos saliendo a bailar que 3200 días de huida pactada nunca serán suficientes para que una piel pueda recuperarse de las más de 5.048.000 pulsaciones aceleradas cada día y aún más cuando solo las escucha el silencio propio y nunca el ajeno.
¿Por qué vas a proteger una piel que solo ha arañado la tuya?
¿Por qué hay que demostrar si lo único que te han demostrado a ti es nada o aun peor daño?
Estoy conociendo a una piel, una piel triste que me susurra al oído por primera vez que tiene miedo, que los valientes son otros y que solo se limita a sobrevivir porque nunca le dieron la opción de vivir, en paz, poniendo punto y final.
Vamos por el segundo impulso y me ha confesado que la llenaron de rabia, complejos, culpa y que la hicieron aún más pequeña dentro del mundo abismal que se le venía encima y donde se vio envuelta sin saberlo ni quererlo. Fue entonces cuando empezó a sacar las espinas que se había fabricado entre noches de insomnios y migrañas, espinas de sonrisa permanente, silencios de puertas para dentro, brillo de plástico ante todos y empezó a vestirse de sol y felicidad de cartón. que al final le quemaron.
En ese momento, la piel empezó a llorar, tenía una vida mágica que no era del todo cierta y que empezó a creerse por pura supervivencia, al fin y al cabo, era lo único que conocía. Pasaron 5.475 días, quizás más, quizás menos. La piel tiene memoria pero ahora está empezando a fallar y a morir, pero yo la sostengo, para que al menos, conmigo, que solo soy aire, sienta un hogar. Tantos días de plástico y mentira que la piel que llegó al cielo con sus propios actos, tiene más de una dimensión, universos paralelos que por una vez quieren coincidir en la misma estrella y frenar un rato.
La acaricio y tiembla, tiene miedo que se deshagan de ella cuando otros que la han abrazado quieran crecer sin tantas espinas, le digo que si, que eso pasa, es normal, todo el mundo debería irse de las pesadillas si quieren soñar y ahora, en los nudillos, todo es blanco, pero no hay sueños.
Respira y no entiende, se vuelve a sentir abandonada, como siempre, pero dejo que se acurruque en mi clavícula izquierda y le digo que inspire.
Una vez me dijeron que en la vida todo es cuestión de pieles, por eso hay que aprender a quererlas, tocarlas, cuidarlas y sobre todo, dejar que sigan su camino, a desprenderse de ellas.
Me mira, me está mirando la piel que un día se atrevió a hablar en voz alta de sus monstruos entre césped y cerezos, con coordenadas
40 grados 22 minutos 37 segundos norte
3 grados, 41 minutos y 49 segundos oeste,
los mismos puntos cardinales que han quedado grabados en la clavícula derecha.
Me cuenta que se atrevió a gritar entre lágrimas que le hacían daño y que quería huir de su vida.
La piel, inmensa que estaba escuchando al otro lado tuvo miedo, pero después de más de 365 días de montañas rusas demostró ser de las pocas pieles, que se atrevieron, por una vez, a quererla de verdad. Sonríe al confesarme, que se abrazaron tanto que a base de caricias bailaron entre tormentas y así, el mundo parecía menos duro.
Se para un segundo y me mira triste pensando que esa piel se ha ido, o más bien, cuando se sintió dolida se fue, que son formas distintas de conjugar el verbo ir.
Me vuelve a mirar y arrepentida, se enmudece y solo puede decir, en voz baja y con la garganta seca, que lo siente.
A veces las pieles son como paracaídas que aterrizan sin rumbo, y se pegan la hostia después de caer, le digo, y eso, es lo que más duele, cuando solo hay silencio y puedes hablar con cada poro hecho polvo.
Sigue con la cabeza agachada, sin decir palabra, sabe que ha hecho daño, que por una vez le quitó el brillo a la única piel que le había abierto, a base de camino, errores, vida y aciertos la puerta de la luz. No es capaz, a pesar de llevarlo tatuado de levantar la cabeza y es que con tanta oscuridad, aprendió en ese tiempo a volar rápido y a crecer, como había vivido, pisando, sabiendo a veces, que no estaba bien hacer daño.
Llora, llora y me susurra bajito que solo quería sentirse querida, sentirse hogar, sentirse por una vez, abrazo sincero y que tanto vértigo le hizo caer por el precipicio sin preguntar, antes, si le soltaban la mano.
Tanta ruina dentro, tan pocos lunares, tan poca belleza en invierno, cuando el sol desaparece, que la piel se resigna a morir así, ella o sus monstruos, dice siempre, y es que eso solo lo entiende quien ha dormido con ellos.


Se levanta, se va, sin mirar atrás y me deja un poss-it que dice: Estoy recuperándome de los arañazos del miedo, prometo que volveré, tú solo espérame, vida, que quiero empezar a vivir.

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